Félix Grande. Aniversario de su nacimiento. Selección de poemas
Félix Grande nació el 4 de febrero de 1937 en Mérida y fue un reconocido escritor y flamencólogo, cuya obra incluye tanto prosa como verso. También está considerado un importante representante de la innovación en la poesía española de la década de los 60. Su primera publicación fue el poemario Las piedras, con el que ganó el Premio Adonáis en 1963. Dos años más tarde publicó la novela Las calles, con la cual también fue galardonado. Esta es una selección de poemas de su obra para recordarlo.
Félix Grande — Selección de poemas
Vivir a cara o cruz
Carezca yo de ti
y al infortunio suceda la desgracia
y a la desgracia el cataclismo
y a todo ello asistiría
con el desinterés de un muerto.
Estés conmigo tú
y por cada brizna de dicha
que pretendan arrebatarnos
avanzarían desde mi corazón
espléndidos ejércitos de odio.
Tú puedes ser la espalda atroz de mi destino
o mi patria de carne.
El infierno
El bien irreparable que me hizo tu belleza
y la felicidad que se llevó tu piel
son como dos avispas que tengo en la cabeza
poniendo azufre donde conservaba tu miel.
¡Cambió tanto la cena! Botijas de tristeza
en vez de vasos de alba tiene hoy este mantel
y aquel fervor, espero esta noche a que cueza
para servirme un plato de lo que queda: yel.
Rara la mesa está: La miro con asombro,
como y bebo extrañeza y horror y absurdo y pena.
Se acabó todo aquel milagro alimenticio
tras un postre espantoso me levanto y te nombro
que es el último trago de dolor de esta cena,
y voy solo a la cama como quien va al suplicio.
Si tú me abandonaras
Si tú me abandonaras te quedarías sin causa
como una fruta verde que se arrancó al manzano,
de noche soñarías que te mira mi mano
y de día, sin mi mano, serías sólo una pausa;
si yo te abandonara me quedaría sin sueño
como un mar que de pronto se quedó sin orillas,
me extendería buscándolas, con olas amarillas,
enormes, y no obstante yo sería muy pequeño;
porque tu obra soy yo, envejecer conmigo,
ser para mis rincones el único testigo,
ayudarme a vivir y a morir, compañera;
porque mi obra eres tú, arcilla pensativa:
mirarte día y noche, mirarte mientras viva;
en ti está mi mirada más vieja y verdadera.
Una postal de nieve
Cuando me tienda en la vejez
como en un mal cerrado sepulcro
maldeciré tu nombre
Solo porque esta noche
enajenado y absorto en tu cuerpo
he deseado que fueras eterna
y no sabía si pegarte o llorar.
Mientras desciende el sol
Mientras desciende el sol, lento como la muerte,
observas a menudo esa calle donde está la escalera
que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro
se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota
la mitad de su edad; fuma y se asoma
hacia la calle desviada; soríe solitario
a este lado de la ventana, la famosa frontera.
Tú eres ese hombre; una hora larga llevas
viendo tus propios movimientos
pensando desde fuera, con piedad,
las ideas que en el papel pacientemente depositas;
escribiendo, como fin de una estrofa,
que es muy penoso ser, así, dos veces,
el pensarse pensando,
la vorágine sinuosa de mirar la mirada,
como un juego de niños que tortura, paraliza, envejece.
La tarde, casi enferma de tan lejana,
se sumerge en la noche
como un cuerpo harto ya de fatiga, en el mar, dulcemente.
Cruzan aves aisladas el espacio de color indeciso
y, allá al final, algunos caminantes pausados
se dejan agostar por la distancia; entonces
el paisaje parece un tapiz misterioso y sombrío.
Y comprendes, despacio, sin angustia,
que esta tarde no tienes realidad, pues a veces
la vida se coagula y se interrumpe, y nada entonces
puedes hacer contra ello, más que sufrir un sufrimiento,
desorientado y perezoso, una manera de dolor marchito,
y recordar, prolijamente,
algunos muertos que fueron desdichados.
Fuente: Poemas del alma
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