Molière. Aniversario de su nacimiento. Un fragmento escogido

Molière. (Nicolas Mignard (1658))

Molière, o lo que es lo mismo, Jean-Baptiste Poquelin, nació un día como hoy de 1622 en París. Fue uno de los grandes dramaturgos franceses además de actor. A la estela de Racine y Corneille, los otros vértices de ese triángulo eterno del teatro galo,  y persiguiendo su fama, Molière fue un abanderado de la comedia, ya que no logró triunfar en el drama. Hoy, en su memoria y en la mía, recuerdo su obra escogiendo un fragmento de uno de sus títulos.

Molière et moi

Tengo cierta predilección por este autor francés, he de reconocerlo. Quizás porque la primera obra que vi suya fue Los enredos de Scapin, en el Teatro Español. Y la recuerdo con cariño porque también fue un día muy especial. Porque nunca se olvida la primera vez que te dicen «te quiero». Así que aquel día pasado en Madrid, de excursión de instituto, en plena adolescencia y enamorada, rematar con esta deliciosa comedia (no de las grandes) que protagonizó José Pedro Carrión pues eso, no se puede olvidar.

Años más tarde volví a disfrutar enormemente con El burgués gentilhombre, en otra de esas ocasiones que no hay que desperdiciar si vives a poco menos de 50 kilómetros de Almagro. Así que fuimos a verla al Festival de Teatro Clásico, cita cultural ineludible del verano manchego, nacional e internacional.

Y lo último que vi recientemente fue la adaptación de El misántropo que hicieron los de Kamikaze. Pero me quedo con aquellas dos primeras. Tal vez no fueran de las más relevantes, como El avaro, El enfermo imaginario o Tartufo, pero son, digamos, las mías.

Pero hoy recuerdo este fragmento de una de las obras quizás menos conocidas de Molière, Las preciosas ridículas. Y recordemos también que su gran mérito fue adaptar la comedia del arte italiana de su tiempo al teatro francés, además de luchar contra la hipocresía de su sociedad mediante la ironía de sus textos y personajes. Como en esta.

Un fragmento escogido

Las preciosas ridículas

MADELÓN.- Padre mío, aquí está mi prima, que os dirá igual que yo: que el matrimonio no debe nunca llegar sino después de las otras aventuras. Es preciso que un amante, para ser agradable, sepa declamar los bellos sentimientos, exhalar lo tierno, lo delicado y lo ardiente, y que su esmero consista en las formas. Primero, debe ver en el templo o en el paseo, o en alguna ceremonia pública, a la persona de la que esté enamorado, o si no, ser llevado fatalmente a casa de ella por un pariente o un amigo y salir de allí todo soñador o melancólico. Esconderá cierto tiempo su pasión hacia el objeto amado, haciéndole, sin embargo, varias visitas, donde no deje de sacar a colación un tema galante que espolee a las personas de la reunión. Llegado el día, la declaración debe hacerse generalmente en la avenida de algún jardín, mientras la compañía se ha alejado un poco, y esta declaración ha de ir seguida de un pronto enojo, que se revele en nuestro rubor y que aleje durante un rato al amante de nuestra presencia. Luego, encuentra medios de apaciguarnos, de acostumbrarnos insensiblemente al discurso de su pasión, de obtener de nosotras esa confesión tan desagradable. Después de esto vienen las aventuras, los rivales que se atraviesan ante una inclinación arraigada, las persecuciones de los padres, los celos cimentados en falsas apariencias, las quejas, las desesperaciones, los raptos y todo lo demás. He aquí cómo se ejecutan las cosas dentro de las maneras elegantes, y con esas reglas, de las que no se podría prescindir en buena galantería. Mas el llegar de buenas a primeras a la unión conyugal, hacer al amor tan solo al concertar el contrato matrimonial y empezar justamente la novela por la cola, os repito, padre mío, que no hay nada más vulgar que ese proceder, y me dan náuseas solo de pensar en eso.



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