El alcalde de Zalamea
El alcalde de Zalamea es, junto con La vida es sueño, la creación más emblemática de Pedro Calderón de la Barca. El dramaturgo español es uno de los máximos representantes del barroquismo literario, cuya obra pertenece al llamado Siglo de Oro. Aceptado por los historiadores como el momento de máximo esplendor de la literatura en lengua castellana.
Este periodo de gracia abarcó mucho más de una centuria. Inició hacia la última década del siglo XV, coincidiendo con la llegada de Colón a territorios americanos. Justamente la muerte de este autor —ocurrida en 1861— marcó el punto y final de la era. Entre estas dos fechas el mundo conoció a clásicos de la talla del Don Quijote de Miguel de Cervantes.
Sobre el autor
Según afirmó el propio escritor poco antes de morir, fueron unas 110 piezas teatrales las que escribió durante su vida. Además de dramas y comedias — “subgéneros” a los cuales pertenece El alcalde de Zalamea— la lista incluye autos sacramentales, así como piezas de teatro breve (bailes, entremeses, jácaras y mojigangas).
El alcalde de Zalamea, ¿un “remake”?
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Por supuesto, para el año cuando se escribió esta pieza (1635, aproximadamente) la palabra “remake” estaba muy lejos de instaurarse. Mucho menos en España. Pero en términos prácticos, esto es exactamente lo ocurrido con El alcalde de Zalamea.
Calderón de la Barca parte de un argumento muy común para la época y brinda su propia versión. Incluso va más lejos: toma una obra de teatro homónima de Lope de Vega, depura los versos, pasa de algunas escenas intrascendentes y le agrega un cierre épico definitivo.
El argumento, con la historia de testigo
La obra transcurre dentro de un contexto real, por ende, en la trama participan varios personajes históricos. Caracteres inmiscuidos en líneas argumentales individuales, es decir, con hechos particulares que forman parte de “sub-tramas”. Las cuales, eran ampliamente conocidas por las audiencias de los primeros montajes durante el siglo XVII.
Los puntos de inflexión dentro de la historia
Año 1580. El rey Felipe II de España, —un personaje muy prudente, según la opinión de sus súbditos— se dirige a Portugal para ser coronado como monarca de esa nación. La muerte de Sebastián I (1578) y la de su sucesor, Enrique I (1580), dejaron a este país sumido en una crisis sucesoria. Antes de la elección del sucesor por parte de las cortes lusas, el soberano español reclamó el trono.
Precisamente en medio de su traslado a Lisboa para ser coronado, sus tropas hicieron escala en Zalamea. Una población de Extremadura, muy cerca de la línea fronteriza. Allí, el capitán Don Álvaro de Ataide recibe alojamiento en casa de Pedro Crespo, el villano más rico del lugar. Aclaratoria importante: “villano” por ser un hombre de una villa, no porque se trate de un personaje malévolo.
Primer punto de giro
El militar se enamora de Isabel, la hija del dueño de la casa donde se hospeda y le declara su amor. Sin embargo, ella lo rechaza. Ante la negativa, Don Álvaro secuestra a la doncella y la ultraja (este tipo de episodios fueron muy comunes en esta época. En consecuencia, el propio Felipe II emitió un decreto que prohibía a los miembros de su ejército abusar de las mujeres, bajo amenaza de ser fusilados).
Crespo, al enterarse de lo ocurrido, ruega al capitán que se case con su hija. Esto no solo para limpiar el nombre de Isabel; en realidad, el rico labrador desea restituir su propio honor. En medio de las súplicas, ofrece transferir todos sus bienes —bastante cuantiosos— quien se convertiría en su yerno. Pero la oferta es rechazada con desdén, pues Don Álvaro es un militar perteneciente a la nobleza.
Nueva inflexión
Don Álvaro considera poca cosa convertirse en señor de unas propiedades de un campesino. Es más, mantiene una opinión idéntica en relación a la doncella ultrajada por él mismo. Pero poco después Crespo es nombrado Alcalde de Zalamea. Amparándose en su nuevo cargo, decide tomar la justicia por su propia mano; ordena el arresto inmediato del capitán y su ejecución.
La solución final
Un alcalde civil no tiene jurisprudencia dentro del entorno militar. Por consiguiente, las disposiciones de Castro son, en teoría, ilegales. La insistencia del edil en hacer cumplir su propio veredicto, genera un conflicto con la cúpula del ejército real que pone en riesgo la integridad de la ciudad. Pero cuanto todo parece perdido, Felipe II hace acto de presencia y toma cartas en el asunto.
El monarca, aunque afirma que Castro se equivocó en las formas, le da la razón. Ratifica la sentencia antes dictada, Don Álvaro de Ataide es ajusticiado a garrotazos. No en vano, uno de los títulos alternativos de esta obra es precisamente El garrote más bien dado.
Víctima y culpable
A pesar de la condena recibida por el violador, la joven Isabel también recibe un castigo. Es enviada a pasar el resto de su vida confinada en un convento. El motivo subyacente de la decisión es el padre (quien recibió el título de alcalde perpetuo de manos del rey). Solo así puede ver restituido su propio honor y el de su familia.
El discurso entre líneas
El Alcalde de Zalamea consiguió en su momento algo aparentemente imposible para los dramaturgos: dejar felices y contentos tanto a los nobles, como a los campesinos. Estamentos férreamente enfrentados en España desde antes de la Edad Media. Del mismo modo, los artistas e intelectuales más renombrados de la época no rehuyeron de este tema.
En la ficción —al igual que en la vida real— los aristócratas casi siempre salían vencedores. Muchos de los hombres de letras pertenecían a esta clase social privilegiada. Al mismo tiempo, los llegados desde fuera estaban muy interesados en mantener felices a estos “caballeros”.
El honor
Guiado por su propio ego, el protagonista de la historia solo tiene un fin último: restituir su honor. Su hija vejada no constituye una ofensa para ella; la verdadera víctima es el padre. Una situación refrendada por la nobleza española, empero del Renacimiento. Un anhelo perseguido por un hombre del campo (rico, pero un campesino, al fin y al cabo) como Pedro Castro.
En cualquier caso, Calderón de la Barca fue capaz de complacer ampliamente con El alcalde de Zalamea “a moros y a cristianos”. En este sentido, es muy probable que dichas “sutilezas” dentro de su discurso no hayan sido advertidas hasta mucho tiempo después.
¿Una obra antimilitarista?
Hay quienes tachan a El alcalde de Zalamea como un discurso anti-militar. No obstante, cerca del final de la historia el narrador se encarga de echar por tierra esta idea. El hijo mayor de Castro—un vagabundo consumado sin propósito de vida— es reclutado por el ejército real. El padre, lejos de lamentarlo, celebra esta acción.
Castro considera que precisamente la institución castrense permitirá a su vástago conocer las virtudes de la vida. Además, antes de perder el tiempo, mejor es servir a su rey. Aunque no queda del todo claro es si ciertamente el autor afirma esto por convicción o es otra ironía ingeniosamente disfrazada en medio de los diálogos de su personaje principal.
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