Cuentos y relatos de Navidad. Selección de comienzos
Llegamos a Navidad una vez más y que mejor que estas fechas para leer: libros de cuentos, relatos, novelas… Todos ambientados en esta época, y de todas las épocas y autores. Así que ahí va una selección de comienzos de cuentos tan clásicos como el de La pequeña cerillera de Andersen hasta relatos futuristas de Ray Bradbury, pasando por clásicos como Jacinto Benavente o Leopoldo Alas «Clarín». Comienzos para que sigamos leyendo o descubriendo estas historias. Feliz Navidad a todo el mundo.
Cuentos y relatos de Navidad
Hans Christian Andersen — La pequeña cerillera
¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
Leopoldo Alas «Clarín» — El rey Baltasar
Don Baltasar Miajas llevaba de empleado en una oficina de Madrid más de veinte años; primero había tenido ocho mil reales de sueldo, después diez, después doce y después… diez; porque quedó cesante, no hubo manera de reponerle en su último empleo y tuvo que conformarse, pues era peor morirse de hambre, en compañía de todos los suyos, con el sueldo inmediato… inferior. “¡Esto me rejuvenece!”, decía con una ironía inocentísima; humillado, pero sin vergüenza, porque él no había hecho nada feo, y a los Catones de plantilla que le aconsejaban renunciar al destino por dignidad, les contestaba con buenas palabras, dándoles la razón, pero decidido a no dimitir, ¡qué atrocidad! Al poco tiempo, cuando todavía algunos compañeros, más por molestarle que por espíritu de cuerpo, hablaban con indignación del “caso inaudito de Miajas”, el interesado ya no se acordaba de querer mal a nadie por causa del bajón de marras, y estaba con sus diez mil como si en la vida hubiese tenido doce.
Madrid, España (1866-1954)
Después de la misa del Gallo celebrada en el oratorio y oída con más recogimiento que una comedia de teatro antiguo en lunes clásico, los invitados de la marquesa de San Severino pasaron al comedor.
La fiesta era de pura intimidad; la marquesa había limitado la invitación a las personas más allegadas de su familia y a unos pocos amigos predilectos.
Entre todos no pasaban de quince.
–La Nochebuena es una fiesta de familia. Todo el año vive uno de esperanzas, abierto el corazón al primero que llega; hoy quiero recogerme en los recuerdos: sé que todos ustedes me acompañan esta noche porque me quieren de verdad, y yo a su lado me encuentro muy dichosa.
Los invitados asintieron graciosamente al cumplido.
Eduardo Galeano — Nochebuena
Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedía permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
–Decile a… –susurró el niño–. Decile a alguien, que yo estoy aquí.
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
–¿Qué haremos?
–Nada, ¿qué podemos hacer?
–¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar.
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