Cormac McCarthy muere. Fragmentos de sus obras

Cormac McCarthy ha fallecido

Cormac McCarthy ha muerto a los 90 años de edad por causas naturales, en Santa Fe, Nuevo México. Considerado una de las grandes voces narrativas norteamericanas contemporáneas, nació en Rhode Island, aunque pasó la mayor parte de su infancia en Tennessee. Su primer éxito que también llegó al público internacional fue a mediados de los 60 con The Orchard Keeper, al que siguieron Outer Dark o Hijos de Dios y Suttree.

En los 90 publicó Todos los caballos bellos, el primer volumen de su trilogía más famosa que fue adaptado al cine un reparto encabezado por Penélope Cruz y Matt Damon. De La carretera también se hizo una versión cinematográfica con Viggo Mortensen como protagonista. Estos son unos fragmentos de sus obras para recordarlo.

Cormac McCarthy — Fragmentos

La carretera

A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.
¿Qué es, papá?
Una chuchería. Para ti.
¿Qué es?
Ven. Siéntate.
Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.
El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.
Bebe.
El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.
Así es.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Sólo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.

Hijo de Dios

Ballard cruzó la montaña hasta el condado de Blount un domingo por la mañana a primeros de febrero. Había un manantial en la ladera de la montaña que emergía de la piedra sólida. De rodillas en la nieve entre las huellas de pájaros y de ratones, Ballard acercó la cara al agua verde, bebió y estudió su curtido semblante en la charca. Aproximó la mano hacia el agua como si quisiera tocar la cara que estaba observando y se levantó, se secó la boca con la mano y siguió andando por el bosque.

Era un bosque viejo y de vegetación abundante. Hubo una época en el mundo en la que los bosques no pertenecían a nadie y todos formaban parte de ellos. En la ladera de la montaña pasó junto a un álamo que había sido derribado por el viento como si de un tulipán se tratara y que sostenía con fuerza en lo alto de las raíces dos piedras del tamaño de dos carros; lápidas enormes sobre las que sólo había escrito un cuento de mares desaparecidos, conchas de camafeo y peces grabados en cal. Ballard vagaba entre los troncos de árboles góticos y se le podía ver muy fácilmente por la ropa de talla gigante que llevaba puesta, vadeaba montones de nieve que le llegaban a la altura de la rodilla, al tiempo que se dirigía hacia la cara sur de un acantilado de piedra caliza bajo el que los pájaros arañaban con las uñas cuando se detenían a observar.
No había rastro de huella alguna en la carretera cuando Ballard llegó a la misma. Ballard bajó hasta allí y continuó caminando. Era casi mediodía y el sol producía un reflejo cegador en la nieve y la nieve brillaba como si fuera un cristal miríado e incandescente. Un velo de nieve envolvía la carretera y ésta se disipó ante él, que casi se había perdido entre los árboles; un riachuelo fluía a un lado de la carretera, oscuro entre bloques de hielo; bajo las raíces de los árboles se formaban pequeñas cavernas de las que colgaban colmillos de cristal donde el agua se filtraba de forma invisible. Entre la maleza helada que había a ambos lados de la carretera se podía ver cómo se enroscaban hileras de escarcha, que desbordaban todo lo imaginable. Ballard cogió un trozo y se lo comió mientras andaba con el rifle echado al hombro; la nieve se había pegado con fuerza a sus inmensos pies a pesar de que se los había envuelto con un par de bolsas.

Fuente: epdlp



from Actualidad Literatura https://ift.tt/CdPcW1i
via IFTTT Mariola Díaz-Cano Arévalo

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los mejores libros españoles de la historia

Simbología y psicoanálisis en La caída de la casa de los Usher, de Poe

Libros de Anna Kadabra